lunes, 20 de febrero de 2012

Un día en el poblado de los hombres buenos

FOTOS: CHANO MONTELONGO
Cae el sol sobre la isla de Pulau Roon, en la remota Papúa occidental. Tres lombok (piraguas tradicionales) irrumpen a golpe de remo en la pequeña bahía del poblado. La mujer que encabeza el grupo levanta la cabeza y ve, sorprendida, la espléndida silueta de la goleta Ondina fondeada y, en el viejo muelle de madera, descubre un revuelo inusual. “Hay visita” –piensa- y acelera su ritmo de palada a la vez que dice a su marido que espabile… no quiere perderse la fiesta.

Un niño desnudito, con la barriga hinchada por la desnutrición, observa con la boca abierta al hombre de la melena, el que lleva dos enormes cámaras colgadas del cuello y del hombro (para él es como un extraterrestre). Sus enormes ojos se salen de sus órbitas y, en cuanto oye el “click” del disparo, su boca se desencaja más todavía para entonar una larga y efusiva carcajada… pero de su garganta apenas sale un indescriptible sonido. Junto a él, en el palafito continuo, otro crío (apenas de cuatro años) con los mocos blanquecinos escurriéndose de su nariz juega inocentemente con un hacha medio afilada. Su timidez apenas le deja levantar la mirada para observar a los occidentales –ha visto muy pocos hasta ahora-.

Un poco más allá, en la puerta de una de las casas flotantes, una canosa anciana desdentada nos señala la flamante iglesia del centro del pueblo, de fachada blanca virginal, tejados puntiagudos y azules y dos enormes torres sustentando sendas cruces inmensas. Nos cuenta que hasta que llegó el misionero holandés, aquí la gente era “muy mala”, vivía desperdigada por la selva y no se querían nada. Ahora es distinto, viven en comunidad y todos han cambiado.
Nos interrumpe uno de los indígenas papuanos y nos tira del brazo con insistencia. Nos señala una pequeña casa verde que hay junto a la inmensa antena de telecomunicaciones (un cartel dice que hay internet, pero nuestros móviles no captan señal alguna), cuya presencia choca en medio de un poblado que todavía parece estar en la edad de piedra. Le seguimos al interior y nos encontramos lo inesperado: una especie de vitrina de plástico, compartimentada y con el fondo de arena de la playa. Junto a ella, hay seis enormes bidones de plástico con agua del mar en donde nadan decenas de tortugas de apenas cuatro días. Volvemos a la vitrina, nos la abren, escarbamos un poco en la arena y descubrimos, muchos más huevos.

¡Son ecologistas! -y ¡cristianos! (perdón…, se me ha escapado)-. Nos cuentan que luchan por preservar la especie y que cuidan ellos mismos los huevos que depositan las tortugas en la playa, para impedir que los furtivos se apoderen de ellos. En unos días, estas pequeñas tortugas volverán al mar. Sorprende ver tan lejos de la civilización, en una pequeña isla a cinco horas de navegación de cualquier otro poblado y a casi dos días de una gran ciudad, una comunidad con tanta conciencia ambiental, sobre todo en unas tierras donde la tortuga aún es un suculento manjar y sus caparazones son objeto de deseo que se exhiben vacíos en las paredes de las casas de la gente rica. Afortunadamente, la tortuga hoy es una especie protegida en todo el mundo y ese mensaje debe haber llegado hasta aquí de alguna forma (¿por internet?).


Volvemos en nuestras dinguis a la Ondina y todo el pueblo nos despide en el muelle. Sus figuras escuálidas pero felices se hacen cada vez más pequeñas y uno no puede evitar pensar en los contrastes de esta Humanidad.
Tortuga carey en los arrecifes de Pulau Roon/CHANO MONTELONGO.



¡Larga vida a los océanos!

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